En una mañana del 2016, Cortázar salió de su tumba, se compró una computadora y fue a una casa que no lo esperaba. Sentado muy feliz se dispuso a escribir un cuento sobre la muerte (“Ella era una jovencita flacucha que quiso jugar con él al columpio”). Pero antes de terminar las primeras líneas su muro del face se actualizó y en letras muy vistosas una lejana sobrina le invitaba a vivir la vida fuera de la obscuridad de su cuarto y a “hestirar” las alas a un nuevo mañana. Cortázar, muy animado, se rasuró la barba llena de animalitos (ninguno era un cronopio, carajo) y se limpió la cara cubierta de polvo y muerte. Pero cuando estaba listo para irse, su muro se actualizó otra vez y en letras solemnes y con una caricatura amigable y bien dibujada, una publicación de su primo lejano le urgía a vivir la vida calmada, a dormir tranquilo entre televisores de plasma encendidos por toda la noche. Entonces, Cortázar se descalzó, compró una consola y se quitó el saco para jugar y andar a gusto.
Al día siguiente se despertó en el panteón, agitado. Estaba solo, una luz entre gris y azul le dejaba entrever tumbas y más tumbas a su alrededor. De pronto, el bolsillo derecho de su pantalón le vibró. A su celular le había llegado un mensaje de Borges: “¿Qué pasó ayer, Julio?”
Cortázar no me aceptó en facebook.
Fin del comunicado.
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